No sé si recordaréis lo que os comenté en una de mis entradas titulada Cuaderno de Clase, en ella os hablaba sobre un trabajo que mi amiga Rosario Raro, les había puesto a sus alumnos en su taller de escritura sobre las puertas Nº 13
Pues tengo que deciros que no hace mucho recibí la noticia de que habían publicado un libro titulado Los Relatores en el que están algunos de los trabajos que sus alumnos han hecho durante todo el curso
Según Rosario, el Nº 13 ha dado para mucho y han sido bastantes los relatos que sus alumnos han hecho sobre dicho número, y también me comentó que igual hasta más adelante publican algo sobre el 13 ¡Ojalá lo haga! así podría tener información que compartir con vosotros relacionada con el 13
Aquí va unos de los relatos que a mi me ha parecido el más apropiado y con más relación con mi blog, ya que habla sobre un pequeño pueblo muy similar a los que yo he visitado aquí en La Rioja.
"EL TRECE HUELE A TOMILLO"
Amparo López Marzal
Bruno había nacido un 13 de enero del año 1913 en un pueblo que era el número 13 de una comarca al sur de España. Fue un niño de espaldas estrechas y gafas tristes al que siempre le dejaban en el banquillo con el número 13 a la espalda. Por apellido, le tocó ser siempre el número 13 de las listas escolares.
Sus padres lo vieron claro -para tierra no sirve y ricos no somos- así que la decisión estaba clara, iría al Seminario. En el Seminario a Bruno se le ensancharon las espaldas y le creció la barba. La sotana de novicio fue llenándose con las formas rudas de un hombre de campo, pero ya era tarde ser agricultor y aún pronto para decir misa. El día en que fue ordenado sacerdote era un domingo 13 de abril y de los 13 novicios fue el último en jurar fidelidad eterna al señor. Su madre lloró mucho aquel día -de emoción decía- Se arrodilló ante él y le besó el dorso de la mano derecha. En el rostro taciturno e inexpresivo de su padre apenas percibió una señal de aprobación. Los dos desaparecieron por una puerta que filtraba el sol cegador del medio día. Bruno se quedó esperando un abrazo, como el que confía en un sueño imposible.
A Bruno lo mandaron a una región del norte. El tren con el que cruzó todo el centro peninsular tardó 13 horas en llegar a su destino. El trasero de Bruno acabó escaldado por el roce continuo del rígido asiento número 13 en el que le tocó sentarse.
Cuando se apeó del tren eran las 13 horas del día siguiente a su partida. La estación estaba desierta, a excepción de un pastor y sus ovejas que andaban a lo suyo a unos cien metros de las vías. Sin embargo, la humedad que rezumaba todo aquel verdor le entró a Bruno por cada uno de los resecos poros y sintió que por primera vez en su vida respiraba con el pecho entero, a pulmón abierto. Reconfortado por tan prodigiosa sensación se encaminó hacía el pequeño pueblo de montaña. tampoco por las calles se encontró a mucha gente; los vecinos debían estar comiendo o descansando. Aún así, le sorprendió porque en el lugar del que él procedía decenas de ojos se habrían asomado entre los visillos para espiar su llegada. En poco más de media hora estaba frente a la casa parroquial, que ocupaba el número 13 de la plazoleta de la iglesia. Llamó con la aldaba de bronce renegrido que tenía la forma de un corazón alado y esperó.
Bruno dio un respingo mal disimulado cuando la puerta se abrió y al otro lado apreció una mujer de mediana edad, con la piel curtida propia de los que han trabajado siempre a la intemperie y el pelo negro recogido por un pañuelo apretado. Clavó sus ojos castaños en Bruno
- Buen día, ¿el padre Bruno?
- Si, señora, soy yo.
- Soy Elisenda, su casera.
Bruno conoció su nuevo hogar siguiendo el rastro de tomillo que dejaban las faldas anchas de Elisenda. Ese olor que le llegaba hasta el pensamiento se mezclaba con alguna delicia que se estaba cocinando a fuego lento.
- Huele muy bien -dijo en voz alta Bruno.
- Son alubias con tocino . Pensé que le apetecería comer algo caliente.
Habían llegado a la cocina y Elisenda recogió su chal, colgado de un grueso clavo en la pared, junto a la recia mesa de roble.
- Bien, pues ya le dejo. Vendré cada día por la mañana, le arreglaré la casa y le dejaré la comida hecha. Luego tengo que sacar las ovejas. Adiós.
En las semanas siguientes, Bruno se estableció en su nueva vida. Madrugaba. rezaba. Llegaba Elisenda, arreglaba la casa y le hacía la comida. Decía misa de doce. Comía. Rezaba. Dormitaba. Leía sus libros de santos y algún que otro de filosofía que siempre llevaba escondido . Rezaba. Miraba por la ventana del dormitorio, hacia las montañas, imperturbables bajo una neblina constante, quietas sobre los pastos empapados de verde.
Elisenda andará por allí- pensaba- con las ovejas. Misa de seis. Vuelta a los libros. cena. Se acostaba y no dormía. pensaba y en los pensamientos se le quedaba el olor a tomillo de las faldas de Elisenda. Rezaba y, al final, se dormía.
Una noche, se disponía Bruno a cenar cuando la marmita se volcó y la perdiz escabechada, las patatas y la zanahoria rodaron por el suelo de la cocina filtrando su jugo por entre las baldosas arcillosas. El Olor a tomillo era tan intenso que Bruno se mareó y tuvo que desabrocharse el alzacuellos y algunos botones de la sotana. Algo habrá en la despensa -pensó- Sin embargo, salió a la calle, dobló la esquina y llamó a la puerta que tenía el número trece de esa calle. Abrió Elisenda.
- Mosén ¿qué pasa? ¿Se encuentra bien?
Bruno le explicó y la casera cogió su chal y se fue para la casa del cura. Recogió rápido el desaguisado, fregó el suelo trapo en mano y puso al fuego unas patatas con berros. Esperó a que el agua hirviera y bajó al fuego.
-Ya está, Mosén, sólo tiene que apagar el fuego en unos veinte minutos y podrá cenar. Yo tengo que marcharme, a esta hora ya ando durmiendo.
Mosen no contestó, estaba lívido, respiraba con dificultad. Sus pensamientos se cocinaban a fuego fuerte y el único sabor, el único olor, era de tomillo. Elisenda alargó la mano para coger el chal que estaba colgado detrás de donde se sentaba Bruno y la mano se le fue del chal a la frente del mosén.
-Tiene usted fiebre, mosén.
-Usted, usted... huele tanto a tomillo - balbuceó Bruno mientras aferraba la mano a Elisenda.
Dieron las doce en el campanario de la iglesia, cuando el mosén Bruno le levantó las faldas de tomillo a la casera Elisenda, mientras ésta le mostró el modo más sencillo de llegar hasta Dios. Al sonar la una de la madrugada, Bruno sintió que esas trece horas eran el número de una vida.
Pues tengo que deciros que no hace mucho recibí la noticia de que habían publicado un libro titulado Los Relatores en el que están algunos de los trabajos que sus alumnos han hecho durante todo el curso
LOS RELATORES |
Aquí va unos de los relatos que a mi me ha parecido el más apropiado y con más relación con mi blog, ya que habla sobre un pequeño pueblo muy similar a los que yo he visitado aquí en La Rioja.
"EL TRECE HUELE A TOMILLO"
Amparo López Marzal
Bruno había nacido un 13 de enero del año 1913 en un pueblo que era el número 13 de una comarca al sur de España. Fue un niño de espaldas estrechas y gafas tristes al que siempre le dejaban en el banquillo con el número 13 a la espalda. Por apellido, le tocó ser siempre el número 13 de las listas escolares.
Sus padres lo vieron claro -para tierra no sirve y ricos no somos- así que la decisión estaba clara, iría al Seminario. En el Seminario a Bruno se le ensancharon las espaldas y le creció la barba. La sotana de novicio fue llenándose con las formas rudas de un hombre de campo, pero ya era tarde ser agricultor y aún pronto para decir misa. El día en que fue ordenado sacerdote era un domingo 13 de abril y de los 13 novicios fue el último en jurar fidelidad eterna al señor. Su madre lloró mucho aquel día -de emoción decía- Se arrodilló ante él y le besó el dorso de la mano derecha. En el rostro taciturno e inexpresivo de su padre apenas percibió una señal de aprobación. Los dos desaparecieron por una puerta que filtraba el sol cegador del medio día. Bruno se quedó esperando un abrazo, como el que confía en un sueño imposible.
A Bruno lo mandaron a una región del norte. El tren con el que cruzó todo el centro peninsular tardó 13 horas en llegar a su destino. El trasero de Bruno acabó escaldado por el roce continuo del rígido asiento número 13 en el que le tocó sentarse.
Cuando se apeó del tren eran las 13 horas del día siguiente a su partida. La estación estaba desierta, a excepción de un pastor y sus ovejas que andaban a lo suyo a unos cien metros de las vías. Sin embargo, la humedad que rezumaba todo aquel verdor le entró a Bruno por cada uno de los resecos poros y sintió que por primera vez en su vida respiraba con el pecho entero, a pulmón abierto. Reconfortado por tan prodigiosa sensación se encaminó hacía el pequeño pueblo de montaña. tampoco por las calles se encontró a mucha gente; los vecinos debían estar comiendo o descansando. Aún así, le sorprendió porque en el lugar del que él procedía decenas de ojos se habrían asomado entre los visillos para espiar su llegada. En poco más de media hora estaba frente a la casa parroquial, que ocupaba el número 13 de la plazoleta de la iglesia. Llamó con la aldaba de bronce renegrido que tenía la forma de un corazón alado y esperó.
Puerta con el Nº 13 en Haro - La Rioja |
Aunque ésta no tiene una aldaba de bronce renegrido en forma de corazón alado, bien podría haber sido la puerta de la vivienda del mosén Bruno
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- Buen día, ¿el padre Bruno?
- Si, señora, soy yo.
- Soy Elisenda, su casera.
Bruno conoció su nuevo hogar siguiendo el rastro de tomillo que dejaban las faldas anchas de Elisenda. Ese olor que le llegaba hasta el pensamiento se mezclaba con alguna delicia que se estaba cocinando a fuego lento.
- Huele muy bien -dijo en voz alta Bruno.
- Son alubias con tocino . Pensé que le apetecería comer algo caliente.
Habían llegado a la cocina y Elisenda recogió su chal, colgado de un grueso clavo en la pared, junto a la recia mesa de roble.
- Bien, pues ya le dejo. Vendré cada día por la mañana, le arreglaré la casa y le dejaré la comida hecha. Luego tengo que sacar las ovejas. Adiós.
En las semanas siguientes, Bruno se estableció en su nueva vida. Madrugaba. rezaba. Llegaba Elisenda, arreglaba la casa y le hacía la comida. Decía misa de doce. Comía. Rezaba. Dormitaba. Leía sus libros de santos y algún que otro de filosofía que siempre llevaba escondido . Rezaba. Miraba por la ventana del dormitorio, hacia las montañas, imperturbables bajo una neblina constante, quietas sobre los pastos empapados de verde.
Elisenda andará por allí- pensaba- con las ovejas. Misa de seis. Vuelta a los libros. cena. Se acostaba y no dormía. pensaba y en los pensamientos se le quedaba el olor a tomillo de las faldas de Elisenda. Rezaba y, al final, se dormía.
Una noche, se disponía Bruno a cenar cuando la marmita se volcó y la perdiz escabechada, las patatas y la zanahoria rodaron por el suelo de la cocina filtrando su jugo por entre las baldosas arcillosas. El Olor a tomillo era tan intenso que Bruno se mareó y tuvo que desabrocharse el alzacuellos y algunos botones de la sotana. Algo habrá en la despensa -pensó- Sin embargo, salió a la calle, dobló la esquina y llamó a la puerta que tenía el número trece de esa calle. Abrió Elisenda.
- Mosén ¿qué pasa? ¿Se encuentra bien?
Bruno le explicó y la casera cogió su chal y se fue para la casa del cura. Recogió rápido el desaguisado, fregó el suelo trapo en mano y puso al fuego unas patatas con berros. Esperó a que el agua hirviera y bajó al fuego.
-Ya está, Mosén, sólo tiene que apagar el fuego en unos veinte minutos y podrá cenar. Yo tengo que marcharme, a esta hora ya ando durmiendo.
Mosen no contestó, estaba lívido, respiraba con dificultad. Sus pensamientos se cocinaban a fuego fuerte y el único sabor, el único olor, era de tomillo. Elisenda alargó la mano para coger el chal que estaba colgado detrás de donde se sentaba Bruno y la mano se le fue del chal a la frente del mosén.
-Tiene usted fiebre, mosén.
-Usted, usted... huele tanto a tomillo - balbuceó Bruno mientras aferraba la mano a Elisenda.
Dieron las doce en el campanario de la iglesia, cuando el mosén Bruno le levantó las faldas de tomillo a la casera Elisenda, mientras ésta le mostró el modo más sencillo de llegar hasta Dios. Al sonar la una de la madrugada, Bruno sintió que esas trece horas eran el número de una vida.
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