EL SÉPTIMO FIBONACCI
Verónica Segoviano
Hoy es el día del fin del mundo y me siento bien. En mi vida siempre ha habido puertas. Las más importantes son la trasera, la del colegio y la del armario.
Donde vivo todo es pálido. No hay sol, ni campos de fuego por las tardes. Igual que a los piojos, lo que más me gusta es ir al colegio. Y después, Luisi, mi vecina.
El mejor día de mi vida lo pasé en el cine. Fue el mejor por dos cosas. Una porque ella se sentaba en la fila de delante y el pelo le brillaba según el color de la película. La segunda porque vi mi primer beso. Era enorme, ocupaba toda la pantalla. En ese momento sentí algo nuevo, unas cosquillas como si me hiciera pis, pero mejor. Al salir de la sala me fijé en lo guapa que era Luisi. Iba primorosa, de blanco roto. Llevaba una medalla roja sobre la pechera y estaba lívida. A su padre no le gustó, porque la cogió al vuelo y salió corriendo.
Desde entonces ambos vivimos en el lado oscuro de la calle y sólo la veo a través de la ventana. Mi padre dice que lo que le pasa se debe al polvo en suspensión del azulejo y porque vivimos pegados a la acequia. Mi madre es supersticiosa y cree que es porque vive en la puerta trece.
Como ésta del pueblo de Herce
Por eso evita pasar por delante de su casa y ha puesto periódicos en la ventana para no ver el número, porque le provoca nauseas y empieza a vomitar.
He mirado en la enciclopedia de la biblioteca y lo que tiene mi madre se llama una palabra larga muy rara: triscaidecafobia. Por lo visto además produce desarreglos emocionales y no tiene cura. Como es aprensiva, me he callado la boca. La enciclopedia cuenta muchas cosas sobre el número trece. Que es un número primo, pero se les ha olvidado decir de quién. También que es un término de la sucesión de Fibonacci, justo detrás del ocho, que es donde vivo yo. ¿Será Fibonacci su primo? Tampoco aclara nada. Lo que sí dice es que los árboles y la genealogía de los machos de las colmenas de abejas cumplen esa sucesión. Leyendo más abajo he descubierto que lo de mi madre tal vez tenga que ver con el calendario lunisolar de trece meses, pero no encuentro las palabras para explicárselo. No es que entienda mucho, pero me da que lo del número no tiene nada que ver con lo de Luisa. Me parece que lo que le pasa es lo del ozono, que alguien le ha quitado la capa y por eso está tan blanquecina la pobrecita niña.
En el periódico que sella la ventana de mi cuarto he leído que hoy se acaba el mundo. Siguiendo el ritual de los antiguos egipcios del que hablaba la enciclopedia, he pintado en la parte de dentro de la puerta del armario el número trece, en honor al último paso que conduce a una nueva existencia. Por si acaso.
En mi casa ha entrado la pobreza y por eso nunca abro la ventana, porque temo que se me escape el poco cariño que queda. Desde hace meses mi padre dice que la pereza es la madre de todos los vicios y parece ser que, como madre, hay que respetarla. No trabaja y en lugar de tocar a las puertas, golpea las paredes. Muchas noches se acerca hasta mi cama. Me hago el dormido y él me susurra: “sé que duermes”. Los huesos se me vuelven frágiles como la cristalería fina de la tía Chitina y temo respirar por si se me quiebran.
Hace tiempo que mi padre huele como las rosquillas de cazalla que cocinaba mi madre todos los domingos. También les ponía hinojo y a mí me gustaba entretener las semillas en la boca después de haberme tragado la masa. Eso era antes. Hoy es domingo y ya no las hace. Da igual, han dejado de gustarme. Hace tiempo que habito en el quicio de la puerta del armario.
La mañana ha empezado con gritos. Suena un golpe seco. Después el silencio. Sé que el rojo teñirá el blanco sucio del piso de la cocina. Me escondo dentro del armario y cierro la puerta para que la verdad y el mundo se queden fuera. En su interior puedo perderme y encontrarme si quiero. Aquí dentro estoy rodeado de besos, toneladas de besos, los que guardo cada día para Luisi por si un día volvemos a vernos. Nadie sabe que los guardo, ni tampoco que le estoy construyendo un sueño. Uno en el que no hay harapos, ni desechos, ni golpes, ni piojos, ni nada rojo y mucho menos blancuzco, porque eso ya está inventado. Descubro un agujero en la suela de la bota y lo tapo con un chicle para que no se me escape el sueño. Tengo que terminarlo antes de que acabe el día, porque hoy es el día del fin del mundo y me siento bien.
Esta 13 también es del pueblo de Herce, aunque tengo que deciros que el día que estuve allí, a mí se me pasó por alto. Pero afortunadamente, Emilio un amigo de la Web al verla se acordó de mi blog y me la ha mandado.
Espero que os hay gustado el relato que Verónica Segoviano escribió sobre el Nº 13, como trabajo para el curso de escritura creativa on-line
Eres un pintora escritora, y que se yo cuantas cosas mas
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