Aquí os dejo una puerta 13 del pueblo riojano de Briñas y otro de los relatos que una de las alumnas de Rosario Raro escribió
NEGRO PROFUNDO Nº 13
Matilde Selva
Ni el deterioro causado por tantos meses sin habitar ni los hechos sucedidos hace diez años, me impactaron con tanta intensidad como el cuadro colgado en la puerta: "Negro profundo nº 13 en memoria de Ana Díaz, asesinada el 13 de Septiembre del 2001".
Mi primera reacción fue mirar la libreta del banco por si podía iniciar obras lo antes posible y quitar el negro que invadía todas las paredes, pero mis ahorros eran escasos a pesar de que aquella vivienda me había resultado muy barata, dadas sus condiciones y el trágico suceso. Al instante me acordé de Luis, mi amigo decorador al que llamé con buenos resultados; un buen descuento y el pago a plazos de las reformas. Le supliqué que era una necesidad si no quería acabar profundamente deprimida entre tanta oscuridad.
A las dos semanas habían rascado todas las paredes y un tono limón pastel iluminó mi casa. A los dos meses, la cocina y el baño daban los servicios de un piso nuevo y el resto de las instalaciones reformadas y los muebles nada tenían que envidiar a las comodidades de las viviendas de algunas amistades. Y sin lujos ni excesos.
Pero a los tres meses tuve una sorpresa. En el salón aparecieron unas manchas rojizas en la pared donde tenía la televisión, que fueron ganando intensidad con el paso de los días. Fontaneros y albañiles volvieron a mi casa en busca de las causas, y frustrados, no encontraron nada a pesar de los desastres que realizaron para descubrirlo. Pintaron de nuevo y quedó solucionado. Por un tiempo.
Las manchas volvieron a aparecer casi con más fuerza, hasta que un día, mirando atentamente, entendí que configuraban un nombre. Y entonces supe que así se llamaba el marido de la asesinada en aquella casa; él, según las hemerotecas, resultó sospechoso del crimen aunque fue absuelto por su coartada y la ausencia de pruebas. Se resolvió el caso como un robo fallido con asesinato, siendo acusado un yonki con antecendentes que merodeaba por la zona.
Decidí llamarle como antiguo propietario del piso y responsable del quebradero de cabeza que me había causado el homenaje "en negro" a su mujer. Reacio a venir, le convencí finalmente con una verdad a medias: había encontrado un extraño mensaje dirigido a él escondido en la casa. Se presentó incómodo y arisco; de unos sesenta años, aún ejercía de abogado en un bufete privado y era bien parecido.
Con suavidad, le invité a un café en mi salón.
-¿No nota nada detrás de la televisión? -le pregunté tras unos minutos de incómodo silencio.
Miró incrédulo.
-Hay manchas rojas... -intentó aparentar tranquilidad; que no entendía nada.
Yo aparté un poco la mesa de la televisión.
-Lea -le dije, no sin cierto temor.
Palideció, tanto que temí que cayera inconsciente al suelo -Ana... -suspiró- otra vez, no.
-No, no pone Ana, Alfredo -le respondí, mientras él se acercaba a mi para sostenerse- Fue usted... y por este motivo pintó de negro la casa.
Su rostro se enrojeció como las manchas y sus manos se enredaron en mi cuello. En aquel momento, comprendí lo idiota que había sido al desvelarle la evidencia de su culpabilidad.
-Es Ana quién te acusa y si me matas a mi, seremos dos quienes te... -le susurré como pude mientras me ahogaba entre la presión de sus dedos.
Y paró, palideciendo de nuevo, mirando la pared con un brillo de terror en los ojos. Me giré, y en la televisión, Ana sonreía ensangrentada junto al hacha que la despedazó.
Cuando llegó la ambulancia, Alfredo estaba muerto. Infarto, dijo el médico antes de interrogarme por las causas: -unas manchas -respondí señalando la pared.
Pero ya habían desaparecido.
Mi primera reacción fue mirar la libreta del banco por si podía iniciar obras lo antes posible y quitar el negro que invadía todas las paredes, pero mis ahorros eran escasos a pesar de que aquella vivienda me había resultado muy barata, dadas sus condiciones y el trágico suceso. Al instante me acordé de Luis, mi amigo decorador al que llamé con buenos resultados; un buen descuento y el pago a plazos de las reformas. Le supliqué que era una necesidad si no quería acabar profundamente deprimida entre tanta oscuridad.
A las dos semanas habían rascado todas las paredes y un tono limón pastel iluminó mi casa. A los dos meses, la cocina y el baño daban los servicios de un piso nuevo y el resto de las instalaciones reformadas y los muebles nada tenían que envidiar a las comodidades de las viviendas de algunas amistades. Y sin lujos ni excesos.
Pero a los tres meses tuve una sorpresa. En el salón aparecieron unas manchas rojizas en la pared donde tenía la televisión, que fueron ganando intensidad con el paso de los días. Fontaneros y albañiles volvieron a mi casa en busca de las causas, y frustrados, no encontraron nada a pesar de los desastres que realizaron para descubrirlo. Pintaron de nuevo y quedó solucionado. Por un tiempo.
Las manchas volvieron a aparecer casi con más fuerza, hasta que un día, mirando atentamente, entendí que configuraban un nombre. Y entonces supe que así se llamaba el marido de la asesinada en aquella casa; él, según las hemerotecas, resultó sospechoso del crimen aunque fue absuelto por su coartada y la ausencia de pruebas. Se resolvió el caso como un robo fallido con asesinato, siendo acusado un yonki con antecendentes que merodeaba por la zona.
Decidí llamarle como antiguo propietario del piso y responsable del quebradero de cabeza que me había causado el homenaje "en negro" a su mujer. Reacio a venir, le convencí finalmente con una verdad a medias: había encontrado un extraño mensaje dirigido a él escondido en la casa. Se presentó incómodo y arisco; de unos sesenta años, aún ejercía de abogado en un bufete privado y era bien parecido.
Con suavidad, le invité a un café en mi salón.
-¿No nota nada detrás de la televisión? -le pregunté tras unos minutos de incómodo silencio.
Miró incrédulo.
-Hay manchas rojas... -intentó aparentar tranquilidad; que no entendía nada.
Yo aparté un poco la mesa de la televisión.
-Lea -le dije, no sin cierto temor.
Palideció, tanto que temí que cayera inconsciente al suelo -Ana... -suspiró- otra vez, no.
-No, no pone Ana, Alfredo -le respondí, mientras él se acercaba a mi para sostenerse- Fue usted... y por este motivo pintó de negro la casa.
Su rostro se enrojeció como las manchas y sus manos se enredaron en mi cuello. En aquel momento, comprendí lo idiota que había sido al desvelarle la evidencia de su culpabilidad.
-Es Ana quién te acusa y si me matas a mi, seremos dos quienes te... -le susurré como pude mientras me ahogaba entre la presión de sus dedos.
Y paró, palideciendo de nuevo, mirando la pared con un brillo de terror en los ojos. Me giré, y en la televisión, Ana sonreía ensangrentada junto al hacha que la despedazó.
Cuando llegó la ambulancia, Alfredo estaba muerto. Infarto, dijo el médico antes de interrogarme por las causas: -unas manchas -respondí señalando la pared.
Pero ya habían desaparecido.
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