Al igual que muchas mujeres maltratadas se sienten vacías y solas, esta puerta Nº 13 que vi en Mansilla de la Sierra también se siente sola, ya que es la única puerta en su calle que no tiene número, y el lugar donde ponerlo está vacío
El 17 de diciembre del año 1999, la Asamblea General de las Naciones Unidas designó el día de hoy 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
El motivo por el que se eligió este día es para recordar el asesinato de las tres hermanas Mirabal que fueron asesinas el 25 noviembre de 1960 por orden del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo
La ONU invitó a gobiernos, organizaciones internacionales y organizaciones no gubernamentales a organizar actividades dirigidas a sensibilizar al público respecto del problema en este día, como una celebración internacional
Y, ya que mi blog está dedicado a las puertas y sus vivencias, he seleccionado estas dos fotos y el relato de Felicidad Resquebrajada de Melanie Ballesta para conmemorar el Día Internacional de la Violencia de Género
Resquebrajándose en Montemediano
FELICIDAD RESQUEBRAJADA
Melanie Ballesta
La pequeña Marina abre los ojos, y ve cómo la luz se filtra entre las rendijas de la persiana de su habitación. De inmediato, hay algo que no le cuadra. Parece que el día está demasiado avanzado, y hoy no es fin de semana. Es raro que mamá no la haya levantado para ir al cole. La niña piensa que puede que se haya dormido, aunque también puede que vuelva a tener un ojo morado y no quiera que nadie la vea.
De modo que se levanta y se acerca a la habitación de mamá, pero allí no hay nadie. De hecho, la cama está intacta, exactamente igual que anoche. La pequeña recuerda que, mientras intentaba dormir, le llegó la voz de su padre gritando, otra vez, desde la cocina. Marina sigue por el pasillo hasta llegar allí, y entonces descubre, a la vez, su pasado, su presente y su futuro. Se acerca a mamá, le acaricia el pelo, y deja que sus lágrimas caigan como lluvia sobre ella. Se queda unos minutos ahí, a su lado, aturdida y sin saber qué hacer. No se le ocurre nadie más en quien pueda confiar, nadie que la cuide, que se interese por ella, que la quiera. Entonces piensa en ella, en esa persona que le ayuda día a día y en ese lugar donde no hay gritos, golpes, ni humillaciones. Donde no está él.
Corre a su habitación y se pone la ropa que con cariño mamá dejó doblada, al lado de su cama, antes de arroparla y darle las buenas noches. “Sabes que te quiero más que a nada, ¿verdad, Marina? Todo lo que hago, lo hago por ti”, le dijo entonces. Ahora Marina se arrepiente de no haberle contestado que ella también la quería. Quiere volver en el tiempo y decirle que, si de verdad lo hace todo por ella, se vayan juntas lejos de allí, lejos de él. Las lágrimas le nublan la vista y se le hace difícil ver si se está vistiendo bien aunque, en realidad, ni siquiera le importa. Coge sus zapatillas y, cuando está a punto de llamarla, como todos los días, para que le ate los cordones, se da cuenta de que no va a obtener respuesta, de que está sola y va a tener que apañárselas así, sola. Poniendo en práctica todas las lecciones que, con paciencia, mamá le ha dado, hace unos improvisados y medio desechos nudos y sale a la calle.
Hace el largo camino sin pensar siquiera, como un autómata, mientras el frío y el viento congelan sus ojos lacrimosos y la punta de su nariz. Al entrar en el cole, la calefacción devuelve algo de color a su rostro y los pasillos vacíos despejan un poco su cabeza. Pero al llegar a clase, la puerta está cerrada y, mientras gira el pomo, se da cuenta de que ha llegado el momento de enfrentarse a la cruda realidad.
Marina, de cinco años, entra lentamente en clase mientras el nudo en su garganta la ahoga. “Seño”, dice con un hilo de voz, la profesora se gira y la mira, preocupada. Se acerca a ella y se agacha a su lado “Que pasa, Marina, ¿te encuentras bien, cariño?”, pregunta. “Seño, mi mami está muerta” dice la pequeña entre sollozos, “estaba en el suelo de la cocina, rodeada de sangre y no respiraba… ha sido mi papá”, dice la niña, antes de romper a llorar desconsolada, deseando que todo sea una pesadilla y despertar pronto. Deseando que no exista esa cocina, ni ese cuchillo, ni ese ser deshumanizado que destierra su inocencia y resquebraja su felicidad.
Dedicado a todas las víctimas de la violencia doméstica.
De modo que se levanta y se acerca a la habitación de mamá, pero allí no hay nadie. De hecho, la cama está intacta, exactamente igual que anoche. La pequeña recuerda que, mientras intentaba dormir, le llegó la voz de su padre gritando, otra vez, desde la cocina. Marina sigue por el pasillo hasta llegar allí, y entonces descubre, a la vez, su pasado, su presente y su futuro. Se acerca a mamá, le acaricia el pelo, y deja que sus lágrimas caigan como lluvia sobre ella. Se queda unos minutos ahí, a su lado, aturdida y sin saber qué hacer. No se le ocurre nadie más en quien pueda confiar, nadie que la cuide, que se interese por ella, que la quiera. Entonces piensa en ella, en esa persona que le ayuda día a día y en ese lugar donde no hay gritos, golpes, ni humillaciones. Donde no está él.
Corre a su habitación y se pone la ropa que con cariño mamá dejó doblada, al lado de su cama, antes de arroparla y darle las buenas noches. “Sabes que te quiero más que a nada, ¿verdad, Marina? Todo lo que hago, lo hago por ti”, le dijo entonces. Ahora Marina se arrepiente de no haberle contestado que ella también la quería. Quiere volver en el tiempo y decirle que, si de verdad lo hace todo por ella, se vayan juntas lejos de allí, lejos de él. Las lágrimas le nublan la vista y se le hace difícil ver si se está vistiendo bien aunque, en realidad, ni siquiera le importa. Coge sus zapatillas y, cuando está a punto de llamarla, como todos los días, para que le ate los cordones, se da cuenta de que no va a obtener respuesta, de que está sola y va a tener que apañárselas así, sola. Poniendo en práctica todas las lecciones que, con paciencia, mamá le ha dado, hace unos improvisados y medio desechos nudos y sale a la calle.
Hace el largo camino sin pensar siquiera, como un autómata, mientras el frío y el viento congelan sus ojos lacrimosos y la punta de su nariz. Al entrar en el cole, la calefacción devuelve algo de color a su rostro y los pasillos vacíos despejan un poco su cabeza. Pero al llegar a clase, la puerta está cerrada y, mientras gira el pomo, se da cuenta de que ha llegado el momento de enfrentarse a la cruda realidad.
Marina, de cinco años, entra lentamente en clase mientras el nudo en su garganta la ahoga. “Seño”, dice con un hilo de voz, la profesora se gira y la mira, preocupada. Se acerca a ella y se agacha a su lado “Que pasa, Marina, ¿te encuentras bien, cariño?”, pregunta. “Seño, mi mami está muerta” dice la pequeña entre sollozos, “estaba en el suelo de la cocina, rodeada de sangre y no respiraba… ha sido mi papá”, dice la niña, antes de romper a llorar desconsolada, deseando que todo sea una pesadilla y despertar pronto. Deseando que no exista esa cocina, ni ese cuchillo, ni ese ser deshumanizado que destierra su inocencia y resquebraja su felicidad.
Dedicado a todas las víctimas de la violencia doméstica.
Se me ha encogido el corazón. Cuantos mal nacidos hay en este mundo
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